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Detalle de Flor de Altar Noris Capin |
DESDE LA LUZ
Desde la
luz suelo hacer un alto a la memoria, la dejo pasar por la curvatura de las horas sin
que sea advertida o añorada su admirable ola fugaz. Y pienso
que, a estas alturas de la vida, cuando el verso llega atado a las vigas que juntan
el día y la noche, no podría aspirar más que a un tenue sentir, fuertemente
arrodillado a mi tiempo, frente al altar de Dios,
pidiendo nada de lo poquísimo que deseo pedir por si me marcho pronto.
Unas
cuántas cosas abrigan mi pecho de luz: el tibio abrazo que deja la luna sobre
el cántaro colmado de agua, la gracia del espejo vislumbrando un sueño —alumbrando como un quinqué la inmensa claridad, desde lo alto—, sintiendo el reflejo hacer
música en mi alma como en los cuentos del ayer. Mas la
ternura es una santa emperatriz que solloza, la llama que no se apaga nunca, de tantos
ilusiones colgadas
se alza, plena, sobre la sepultura y los petardos que tropiezan contra mí.
Solo yo y
el silencio hallamos el agrado que termina por dejarse ver entre los henos y
los almendros de la Patria, como una sinfonía, como una tonada, como una canción recostados al pie silente
del vacío que conserva
mi secreto de isla.
Nada deseo
para mí sino el gozo de estar presente —junto al lago— o cerca de un árbol de
flores nuevas
dando
raíces a la tierra, unidas a los brotes de mi voz. Y no es la dicha redentora
lo que me prende los ojos de claror, sino que, al arder el día —de blanca
nitidez y canto— hace de mi sufrir un pasadizo de asfalto sobre la frente y el abrazo imposible
de mi amor. Exigente
es la llama que no sabe andar descalza por la vía dolorosa de los sueños, y
quiere más de sí, ansiando la gloria y la paz,
aspirando a crecer sin que perezca el eco que la aflige, más allá de la
abundancia y de la sequía perenne de su muerte. En la luz
suelo hacer un alto a la memoria, dejarla
volar a través de su inconfundible voz, atravesando la frontera de la
existencia, salvando las palabras de más, diciendo lo mínimo, lo máximo, lo
inexplicable de todos los tiempos.
Y ella vuela y baja hasta las profundidades del silencio —como una llama de fuego— que no se apaga
con agua ni se extiende en el regreso de tantos reversos, infestados de
soledad, de pliegos rotos, de
palabras revueltas, vagas, desarmadas y sin piedad. No encuentro solución a tantas luchas sofocadas bajo la sobra de los
huesos, no hay querella que valga más que una estrella —aquella que me
regalaste— en un momento feliz en donde no existió el dolor.
Desde la luz me alzo hasta encontrarte, hasta tocar la aurora y
apresarla, sin que hayan preguntas o respuestas anidadas a mi sonido, a mi
clamor desesperado en donde sólo hay sol y alba a mi regreso.
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