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Todo lo caritativo del ser humano es una bendición del cielo y la tierra, ya que desear lo mejor al prójimo, es dejar que la vida renuncie a ser una pared impenetrable, una estaca afilada o un petardo traspasando el corazón.
Y sé muy bien, que lo virtuoso y lo cruel se confunden con la bruma, y se mesclan en ese conflicto escalofriante que no necesito explicar más allá de la vida o la muerte o la filosofía de vivir pensando que siempre vive, en cada persona, una pizca de compasión o de amor.
A veces todas las bendiciones le llegan en el momento preciso: sonrisas, cortesías y palabras que, en todo caso, llegan a ser un refuerzo, una esperanza o un consuelo frente a la hipocresía y la insensibilidad de los pueblos.
La burda palabra, escasa de misericordia, que escuchamos por doquier o cuando menos se espera, hay que ahuyentarla, atarla al poste del infierno o deshojarla dentro de la hiedra o simplemente olvidarla.
Esas terribles palabras, expresando nada, echan humo a los hombros, desapareciendo su tono indefinido y turbio para llegar a ser templos en la hondura del alma, transformando y cristianizando los resultados perjudiciales que se alojan en la memoria. Hay que dejar de lado sus efectos y seguir adelante.
Todos tenemos la capacidad de transformar, en la mente o en el espíritu, cualquier situación o estrago que hiera la dulzura; podemos convertir lo tenebroso en cantares si se permite la apertura del alma.
Sólo el desear alterar los conflictos y tornarlos en enseñanzas ya es suficiente. Hay que seguir protegiendo la afectividad del alma, la emoción, los momentos de ternura y los sentimientos, para que sean virtud y auxilio en medio del desafuero.