De generación en generación, el ser humano no ha podido cambiar su conducta ni subsanar o aliviar sus defectos; en ello radica la lógica de la existencia humana cuya fragilidad se ha quedado intacta con el pasar de los siglos.
Cumplimos con el ciclo de vida, al igual que los animales, con los cuales compartimos el planeta Tierra: con nuestros propios hábitos y miedos. Con la excepción de que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios; y esta distinción califica e indica, que el hombre es una criatura moral con intelecto y con la capacidad de sentir, amar y tener su propia voluntad.
Para abordar este tema del comportamiento del hombre, primero deseo poner de ejemplo a los animales—que son también criaturas de Dios—, especialmente el caso del ciervo que vive en el bosque de manera apacible, sin molestar a nadie, o bien el caso del pájaro que vuela de rama en rama y su única ocupación es cantar, volar y dar de comer a sus pichones.
Sin embargo, en el caso del ser humano todo suele ser diferente, ya que su irremediable conducta marca el paso hacia lo oculto, al desorden y choca contra las rocas, y después sobrevive y a la vez piensa, sufre, llora y ríe.
El hombre tomó consciencia de sí mismo en los tiempos de la Creación y no reparó en
su culpa, porque el pecado asomó y lo lanzó a la perdición quebrándolo con furia por el suelo. Por eso es que el hombre sufre, piensa, gime y de vez en cuando ríe para no llorar de pena.
El hombre se ve atado de pies a cabeza cuando se da cuenta de la soledad, de la angustia, de la inmundicia, del desamor, de la mentira y la hipocresía. Entonces, al verse envuelto en esa vorágine premeditada a la hora de su nacimiento, el hombre encuentra inaudito el sufrimiento, pero calla para no bramar y vive para no morir de espanto y desesperación.
Al pensar en su posición como ser humano se hace preguntas, se consulta con avidez él mismo, con consciencia se interpela, con frustración se pega contra la pared y con sarcasmo se enoja. Mas su andar de hoy en día lo pone a prueba, lo ahoga y lo tira al precipicio; y no tiene otra alternativa que seguir su camino, luchando por lo que no podrá cambiar nunca y se resigna a ser blando y duro su corazón doliente.
La necesidad de ser él mismo le da la ventaja de asumir un papel justo y recto; por lo que batalla consigo mismo y se rebela ante situaciones represivas. Y todo eso es parte del ser humano; pero aún así, el hombre no está conforme con ese papel estereotipo que le han colocado en el pecho: ese cartel perenne que no lo distingue de nadie, pero que lo lleva consigo siempre.
Mas el legado de su convicción, hizo que despertara y a causa de sus propios valores humanos pudo escoger por sí mismo la senda correcta, la vía propicia para seguir su camino. Sólo el hombre, con la ayuda de Dios, es capaz de invertir lo que ya está establecido cuando fue engendrado en el vientre de su madre. Sólo él podrá comenzar desde el principio y decidir su senda hacia lo que es verdadero y lo que es justo siempre de la mano de Dios.
Reitero pues, esa preocupación que se adhiere a su pecho, esa inquietud por tener que resignarse a lo que le han dado sin haber pedido, a lo que estuvo disponible en el momento de su nacimiento, a lo que él no escogió por cuenta propia—como cuando se le presenta un banquete y no tiene otra alternativa que comer de lo que está servido en la mesa—.
Así vive el hombre, con sus dificultades a cuesta, sin sentir que la salvación es alcanzable o permisible, sino que su destino le fue asignado a él por aquellos endeudados con el pecado y la muerte.
La idea de la salvación de su alma regresa de la soledad y se anida en su espíritu apático e incrédulo, en las cuestiones espirituales y de Dios; no obstante, dentro de su ser surge la idea de salir triunfante en los caminos del bien y la victoria. Y es ahí, donde se da cuenta el hombre de que sí hay redención y emancipación de espíritu, que sí existe un mundo dócil y afable en medio de un vendaval corrupto y despreocupado.
Y ante su asombroso descubrimiento, comienza la resurrección de su vida: se incorpora, se estima altamente y se convierte en un ser piadoso; no por lo que ha sido inculcado, sino por lo que su ser sustenta. Es como cuando despierta de su sueño y contempla la idea de la salvación de todo lo que compone su vida y de todo lo que aspira su alma; entonces respira tranquilo y se rige por lo que su corazón le dicta.
Es cuando se da cuenta que no todo está establecido por conductas extrañas e incapaces de ver más allá del perímetro mundano, y que no todo está escrito en bases de cemento ya fraguado y duro por el tiempo transcurrido; entonces el hombre descansa tranquilo ante esta visión placentera y pacífica que tiene delante de él.
El Salmo capítulo 119 versículo 18 dice: “Abre mis ojos para que contemple las maravillas de tu ley. Un forastero soy sobre la tierra, tus mandamientos no me ocultes. Mi alma se consume deseando tus juicios a todo tiempo.”
El hombre comenzó a buscar, a abrirse caminos porque no callará ni detendrá su paso por este vasto desierto —que es el mundo—. Es por eso que no reacciona a los dictados de la sociedad que no son precisamente los legados de Dios.
Por eso, el hombre se compara al cervatillo humilde y canta de nuevo el hombre…¡oh!, ¡su canto es excelso como el del pájaro fuera de la jaula!.
Entonces, el hombre entiende que no todo es oculto y encuentra que no todo es vano ni angustioso ni cruel; porque se da cuenta de que con Dios a su diestra nada es imposible, nada es fugaz ni doloroso; y al final, se rinde ante la Omnipotencia de Dios y se postra ante la paz perpetua del Santísimo Creador, Hijo del hombre.
Y habiéndose descubierto él mismo en medio de un universo maravilloso, el hombre emprendió un largo camino por el interior de su espíritu durante muchos años, y así pudo comprobar que, efectivamente, nada está escrito por el ser humano que no se pueda cambiar, ni nada se inventa porque ya todo está creado y dicho por Dios y no por los seres humanos; entonces, el entender eso, escoge el bien por sobre todas las cosas.
Todo está expresado en la Palabra, que es el Verbo suspendido por las manos sabias del Altísimo y no por la inestabilidad del comienzo de la historia del hombre, sino por Dios, el creador del cielo y a tierra, el que hizo de la oscuridad la luz perenne del universo como dicen las Santas Escrituras.
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Prohibida la Reproducción total o parcial,
por cualquier medio sin la autorización de la autora.
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ISBN 1-257899-05-4