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miércoles, 31 de agosto de 2011

Frente a los siglos

Como siempre, deseo traerles a ustedes un momento de meditación, hacer del pensamiento una esperanza llena de luz; abrirles el camino en pos al entendimiento, no sólo acerca de Dios, sino también  referente a vuestra vida que se nutre del gozo y la fe en Dios. 
Hoy deseo reflexionar sobre la soledad o el desierto personal dentro de las horas: ese tiempo que se pierde sin sentir dentro del alma, conduciéndonos a mirar nuestra propia soledad lejos de la virtud de ser alegría en medio del silencio. De aprender a cómo remediar ese lamentar interno que nos transporta a la profundidad del dolor y la desunión de nuestro propio ser.
Sabemos que caminar por el desierto de nuestra vida es muy fácil y, sin darnos cuenta, ¡lo hacemos todos los días!: padecemos de esa vaciedad que embarga el corazón de vez en cuando y, algunas veces, nos deja un sabor amargo en los sentimientos y en los labios. 
No hay soledad más intensa y más agresiva que la que sentimos cuando no tenemos con quien compartir los días. No existe alejamiento como el propio, aunque estemos rodeadas de gentes.  Muchas veces somos nosotras mismas las que buscamos estar a solas o ser parte única de nuestra mera realidad, sin darle tiempo al tiempo o entrada a la amistad o al mismo Dios que desea participar con nosotras durante nuestro recorrido por la vida.
Dentro del ser humano existe un desierto, un lugar despoblado, deshabitado y árido; un lugar solitario que indaga desesperadamente la búsqueda del alma y del espíritu.  Según esa descripción un poco drástica e incomprensible a mi entender, podemos concebir que al estar en esa condición desértica del alma, nos hallamos dentro de un túnel, y al no saber vivir fuera del dolor o enfrentarnos a los padecimientos con valentía, surge la oscuridad del corazón y la tristeza.  Esa inhabilidad de salir triunfantes frente al dolor, nos conduce a la perpetua soledad y a la mudez del propio espíritu.
El desierto de nuestra vida es comparable al sufrimiento humano ya que, en alguna ocasión –presente o pasada– hemos vivido en carne propia el desconsuelo y la desesperación. 
El desierto es el lugar donde se aloja “lo no resuelto”, las privaciones que deseamos resolver y no se resuelven, los olvidos que tenemos que olvidar y no se olvidan, la enfermedad que no se cura etc…  El desierto es también como un baúl donde se tiran los restrojos que queremos dejar a un lado pero no podemos.
En fin, dice la Palabra de Dios en Éxodo 4, Versículo 5-12 lo siguiente: “¿Y quién le ha dado la boca al hombre? ¿Quién sino yo lo hace mudo, sordo, ciego, o que pueda ver? Así que, anda, que yo estaré contigo cuando hables, y te enseñaré lo que debes decir.”
Cuando piensas en el desierto de tu vida ¿qué imágenes vienen a tu mente? ¿Qué podrías cambiar dentro de tu soledad para vivir mejor, lejos de la angustiosa orfandad que te viste y te calza todos los días? ¿Cuántas avenidas has abierto en memorial a los buenos tiempos, o a revivir las veces que has arrastrado tus pies sobre la arena de tu propio desamparo? ¿Qué harías para convertir el sufrimiento en fortaleza desde tu desierto y tu verdad?
Lo que resulta curioso, después de imaginarnos el desierto como un lugar desocupado y abandonado,
no entendamos que debemos caminar por la vía del dolor primero, para después vencer la esclavitud del sufrimiento con dignidad.  De modo que gozaríamos de ese momento de emancipación espiritual y nos conectaríamos de nuevo con la paz propia y con quienes somos para vivir con honor y conformidad.
Porque no hay nada perjudicial cuando se está en silencio, el silencio es, por consiguiente, saber evaluar la vida desde adentro, desde los pasadizos largos de nuestra propia inmensidad; y no hay delito el querer ser una persona reservada o comedida es más, hay algunas mujeres que prefieren esa soledad y la atesoran y, en medio de su desierto, son capaces de percibir la vida con positivismo y realismo sin tener que buscar el bullicio de afuera.
No caminamos solas por el desierto, amigas, tengan eso presente.  Caminamos con Dios dentro de la oración y la alabanza.  Dentro de nuestra propia virtud y sequedad interna está el sustento que nos alimenta, el apoyo que nos defiende, el armazón que nos cubre, el andamio que nos levanta; Dios es la columna que nos sostiene dentro de nuestra propia incapacidad humana.
Dios es quien nos da toda la fuerza que necesitamos para atravesar el desierto de nuestra vida, el Egipto de nuestros antepasados que durmieron en la sombra de sus propias quejas y lamentos frente al Mar Rojo.
Y dice la Palabra de Dios: Éxodo 13:3 “3 Entonces Moisés le dijo al pueblo: "Acuérdense de este día, en que con gran poder el Señor los sacó de Egipto, donde vivían como esclavos.”
Y de esclavitud se trata esta meditación que, en cierta forma, nos recuerda la existencia de ese poblado sordo y árido de nuestra vida para que no olvidemos que, si no frecuentamos de vez en cuando ese lugar de angustia y sufrimiento, no podríamos entender que la vida es un camino interminable, un sendero en donde se indemnizan nuestros dolores delante de la presencia de Dios. 
Un lugar donde nos refugiamos en busca del valor de las cosas, un sitio donde se evalúa la vida desde el comienzo, donde los cambios de actitudes se transforman en cualidades ricas en bondades, de decidir poner nuestra confianza en Dios.
De modo que muchas veces somos pobres de espíritu y aceptamos los quebrantos ya que no sabemos cómo salir del desierto con integridad, de quedar hundidas en la incertidumbre y el dolor sin la luz que alumbra el centro del alma. 
El desierto nos enseña unas cuantas lecciones de vida y tenemos que hacer ese trayecto sin los rigores propios que nos amenazan y nos desequilibran a diario.  El desierto nos enseña a reflexionar sin las cargas que aflojan nuestros pies al andar, es decir, sólo con lo necesario debemos caminar, con lo justo para ser felices, siempre en oración y dando gracias a Dios.
Deseo para ti, amiga lectora, un viaje por la vida en compañía de Dios, un recorrido interno para echar fuera todo los que no te hace feliz; quiero que viajes ligero, siempre amando y enorgulleciéndote de los momentos vividos con fervor, con apasionamiento por la vida cultivando tu desierto con bondad y entendimiento, siempre alabando el nombre del Señor. 
 “Dijo también el Señor: -Mira, aquí junto a mí hay un lugar. Ponte de pie sobre la roca. 22 Cuando pase mi gloria, te pondré en un hueco de la roca y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. 23 Después quitaré mi mano, y podrás ver mis espaldas; pero mi rostro no debe ser visto.”  Éxodo 33: 21-23




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