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AL FINAL DEL HORIZONTE
I
Al final del horizonte nadie llega.
No hay límite y
no hay dirección
propicia para desandar la vida.
El tiempo es difuso y misterioso,
no entiendo su febril limosna
sobre mi pecho.
No logro abrazarlo y no consigo
transformarlo en canciones
nuevas.
II
Hasta la misma eternidad
se pierde del perfil de mis ojos,
incluso,
también se convierte en rumor
de permanencia el plácido
himno del dolor.
La línea de la vida es un paraíso
de adoquín, muy difícil de definir,
porque es una realidad infinita,
un lenguaje de eterno equipaje
y cansancio.
III
La longitud del cielo es un reflector
saturado de vivencias,
un diluvio iluminado y sin rumbo,
sin paz —la dicha del mañana
haciéndose fugaz y dolorosa—.
Pero al final del tiempo,
existe un andar que me lleva a casa,
a la única verdad de vivir en silencio
y en colores —como una obra fina,
o como una pintura de
fieltro
abrazándome—.
CUANDO TODO ESTÁ EN SILENCIO
Nada es eterno,
solo mi pensamiento es virgen
dentro del incomprensible lamento
oscuro de la soledad.
Hecho de la maleza, y entrelazado
al tronco callado y seco del paso,
en donde los pájaros acomodan
puntiagudos guisasos, emerge,
como un sermón, mi pensamiento.
Nada es eterno,
solo el verso y su fidelidad es la
parte
que me nombra, la única salvación
de sacrificio y milagro que respeto.
No ansío silenciar nada ni desenterrar
mi ser de lo cierto,
frente a los escombros de mi
sol
que me ve de lejos, hasta la cruz
en donde descanso en triste tiempo.
Nada es eterno,
y mi mundo sucumbe acompasado,
—no como la hierba— que reverdece
cual si fuese un altar lleno de heno.
Nada es eterno, solo mi pensamiento
es verso: ovalado, redondo y
perfecto.