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Reforéstame |
Reforéstame, Señor, renuévame, has que mi vida se rinda a tu misericordia. Deja que la cascada de tu río caiga suavemente en el ancho mar de tu sabiduría. Reforéstame y cámbiame, Señor, envía la lluvia para que mi tierra se abastezca con el abono de tu Palabra; para que mis raíces se prendan al fértil alimento y comience mi vida a dar frutos de amor en abundancia.
Reforéstame en el invierno, emblanquéceme y cuídame. Permite que mis pecados se transformen como la luz del día y que mis desvelos se confundan con la escarcha que cubre la niebla en la pradera.
Reforéstame en la montaña, dame fuerzas. Allí donde el sonido agudo de la melancolía disipe la muerte en un florecer constante dentro de mí. Sálvame de los vientos agresivos, protégeme del mal y de los momentos difíciles y dolorosos fuera de tu presencia.
Reforéstame en la quietud. Deja que el silencio se apodere de la lluvia dando paso a la alegría; sorpréndeme y abastéceme refrescando mi vida por el sendero aun sin caminar.
Reforéstame, límpiame, renuévame, cámbiame, Señor. Envía el sol y la marejada de viento para oxigenar mi suelo con el abrigo de tu manto poderoso, llena las nubes de misericordia y trae la lluvia cargada de luz para bañar de gozo mis huellas dejadas en el bosque.
"Él envía su palabra a la tierra,
y su palabra corre a toda brisa"
DEJAR IR
Aprendí un día, ya hace muchos años, que era necesario para mí dejar ir las cosas. Y he cedido al tiempo todo lo que ha causado dolor a mi vida, como un regalo amplio que me otorgo a mí misma.
No hemos nacido para dejar ir, nadie nos ha enseñando el arte de abandonar o estar en un periodo de espera o de impaciencia toda la vida. Dejar ir algo no es fácil y esconde numerosas negativas que se aferran a la depresión y al hundimiento de nuestra propia existencia.
Tampoco nacemos para guardar rencores e iras enraizadas al corazón y la mente; no tenemos ni siquiera la capacidad de afirmar o sostener nuestro cuerpo apenas comiencen los años a clavetear sobre nuestra espalda los estragos propios de la vejez. Y no somos, amigos míos, expertos en descubrir la razón del envejecimiento, el porqué de las arrugas o la caída del cabello, o los dolores musculares y, para ir mucho más lejos, la ida de un ser querido o la pérdida de la salud y la realización de que, eventualmente, nos iremos nosotros también.
Y es muy difícil dejar ir todas estas cosas que, en un momento dado, fueron nuestras ¡son tantas! que no tendría espacio para numerar cada una de ellas. Y todas esas pérdidas y tristezas que se amontonan y echan abajo el entusiasmo, nos deprimen y nos condenan a una eterna y falsa eternidad. Porque, algunas veces, no entendemos que hay que dejar ir, ya que dejar ir, es un acto de obediencia, algo que de por sí es necesario para vivir una vida feliz y centrada en Dios.
Al igual que los perdones que no llegan a madurarse y se quedan guindados de un árbol demasiado alto para poder alcanzar los frutos que brinda la absolución a cualquier dolor, barbarie o incomprensión por parte de otra persona. Hay que también permitir el perdón en el corazón, para dejar ir para ampliar y remozar la vida y para aclarar que es cierto que existe el desalojo interno para vivir la vida como Dios manda.
Imagínense si Dios no nos perdonara los pecados, esos pecados que hemos cometido a propósito o sin darnos cuenta ¿Cómo nos sentiríamos? ¿Cómo reaccionaríamos nosotros, si llevásemos a cuesta el peso horrendo de nuestras faltas y errores y no hubiese nadie que redimiese las culpas y las sanara como es necesario sea sanado? ¿Cómo nos sentiríamos si alguien no nos perdona una palabra mal dicha, o un suceso falto de amor o simplemente un simple olvido?
Y todo esto de “dejar ir” y “perdonar” suele estar unido a la apertura del alma, a la sanación personal y al desapego de los recuerdos que duelen, encarcelan y hunden hasta decir no más...
Es que no nos damos cuenta de que el perdón al prójimo y a nosotros mismos es la sanación que desea morar en nosotros, para quedarse siempre, hasta que se desarmen los pensamientos negativos y convertirlos en positivos y transformarlos en un oasis de paz y armonía espiritual.
Definitivamente, dejar ir no significa darnos por vencidos, sino que debemos comprender que sujetar las circunstancias del presente o el pasado y los detalles que lastiman profundamente, no es forma de vivir confiando en Dios y en nuestra habilidad de abrir el camino a la sanación interior.
Hay que dejar ir los miedos, las dudas, las ansiedades, las perturbaciones que vienen de afuera, los sobresaltos causados por la intimidación o sorpresas no esperadas; dejar ir los miedos no quiere decir cobardía ni heroísmo, ni apocamiento; es dejar de ser todo eso, es decir ¡basta! a las influencias del mal, es caminar enfocados a las cosas positivas, tangibles y reales que nos advierten y nos separan de los temores y las fantasías.
Dice la Palabra de Dios en Jeremías Capítulo 17, Versículo 9 al 10 lo siguiente: “Nada hay tan engañoso y perverso como el corazón humano. ¿Quién es capaz de comprenderlo? Yo, el Señor, que investigo el corazón y conozco a fondo los sentimientos; que doy a cada cual lo que se merece, de acuerdo con sus acciones”
Hay que dejar ir los orgullos, los engreimientos, la pedantería y las insolencias, el egoísmo, la ofensa y el enojo —para mencionar sólo algunas, entre muchas—; todas esas conductas deben “dejarse ir”, expulsarlas de la vida, sacarlas y botarlas para llegar a ser una criatura nueva en Cristo Jesús.
Entonces se comienza un proceso de apertura, de instalación, de inauguración y de amplitud. Estás palabras son claves para empezar abrir la mente, instalar la felicidad personal sin arrastres, de agrandar el espíritu libremente, de inaugurar nuevos comportamientos para vivir generosamente y en la paz que sólo Dios puede otorgar como dice la Palabra de Dios: “Serás como un árbol plantado a la orilla de un río, que extiende sus raíces hacia la corriente y no teme cuando llegan los calores, pues su follaje está siempre frondoso. En tiempo de sequía no se inquieta, y nunca deja de dar fruto” Jeremías 17:8
Hay que desalojar el ático de nuestra mente para dar paso a lo nuevo, a lo próspero, a la libertad de pensamiento, a la humildad de espíritu y a lo manso. Son estas cosas las que debemos llevar dentro, en el alma, para vivir sin cadenas, ni remolcando nada que suela ser doloroso, ni continuar halando el pasado que punza y lastima. Pero hay que aprender, sanar y amar para que nuestra vida surja de nuevo y se levante, se enderece, se engrandezca de acuerdo a la voluntad absoluta de Dios.
Hay que atraer los recuerdos puros, los repasos dulces de la niñez, el amor, los momentos sólidos de felicidad familiar, de dicha propia, los días de la juventud y los momentos presentes de júbilo y complacencias. Déjate llevar, aprende a soltar, a donar y a dejar tus cargas a Dios Todopoderoso. ¡Cultiva, Entrega y Vive! Amén, Amén, Amén. ¡Bendito sea Dios por la vida!
Sa
lmo 147:15
lmo 147:15
© Derechos Reservados/USA
Prohibida la Reproducción total o parcial,
por cualquier medio sin la autorización de la autora.
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ISBN 1-257899-05-4
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